lunes, 27 de junio de 2011

Uno de mis momentos favoritos del día

El mediodía marca el momento en que debo terminar mis pendientes laborales o domésticos y prepararme para recoger a Ignacio, mi hijo de cuatro años, del colegio. Antes de salir, a veces, cae mi mirada en las fotos de cuando era bebe (no hace mucho para mí, pero sí para el tiempo) y me paraliza el reconocer que ya tengo un hijo que va al colegio, que ya es un niño con una personalidad que, a pesar de estar en construcción, es bastante definida.

Me gusta llegar temprano, tempranísimo al colegio. Quiero que él vea que soy yo la primera que se asoma por aquella ventanita en la que se puede ser testigo de los últimos momentos de clases antes de la salida. Saborear esa cara de alegría y orgullo es un momento tan delicioso que no provoca perdérselo. Al abrir la maestra la puerta, Ignacio sale atropellante y presuroso a mi encuentro. "Miausííí", me dice cuando me ve. Luego siempre viene el "Mami, ¿qué tal si invitamos (el nombre de un amiguito distinto cada día) a la casa para jugar?" Gestión que realizo, con suerte, una vez por semana para que estreche vínculos con sus compañeritos y compañeritas.

Pero la parte más divertida es cuando iniciamos la conversación de cómo le fue en el colegio. Antes le soltaba la pregunta de rutina: ¿Qué tal te fue hoy? "Muy bien" me respondía siempre. "¿Qué hicieron?" insistía. "Tú sabes, lo de siempre, pintar, cantar, salir al recreo..." Hace ya algunos meses me di cuenta que debía dar un giro a mis preguntas si quería llegar a las respuestas de las que tenía curiosidad. Así que un día le pregunté: ¿Qué fue lo más divertido de hoy? ¿Qué fue lo más aburrido? ¿Ocurrió algo que te hizo muy feliz? ¿Ocurrió algo que te hiciera enojar? ¿Qué fue lo más fácil? ¿Qué fue lo más difícil? Y a partir de esas preguntas iniciamos un diálogo en el que puedo no solo conocer las emociones que siente ese día y felicitar sus logros, sino también reconocer y, lo más importante, que él reconozca qué debería hacer para superar las situaciones o tareas difíciles que le tocó enfrentar.

Luego, me pide que le cuente una historia. El puente que lo lleva de la realidad al mundo de ficción que tanto le divierte. Uno que hace que también me distraiga del hecho que ya pronto, quizás, no quiera que le cuente historias. Pero me alienta el reto que supondrá qué otras cosas podremos compartir cuando sea más grande.

viernes, 10 de junio de 2011

¿Qué pasa después del parto?

Para mí, el postparto es como un camino tortuoso cuyo destino es la felicidad. Cuando das a luz piensas que el final del recorrido es el parto, el momento en que reconoces cara a cara qué es un milagro. Pero, ese es solo el final de una etapa y el inicio de otra.

Como todo nuevo camino que se emprende, uno siente mucha ilusión por lo que irá descubriendo, tal vez un poco de nervios y temor por lo desconocido; pero siempre mucha emoción. Inicié el camino del postparto, entonces, con mucha alegría e invadida por una inyección de adrenalina que me mantenía enérgica. Pienso que gran parte de eso se dio gracias a la medicación contra el dolor que todavía permanecía en mi cuerpo. Pero este efecto duró poco.

Al día siguiente de conocer a Ignacio, un fortísimo dolor se apoderó de mi cuerpo y de mi mente. Sentía que no podía y no debía moverme. "Debe empezar a caminar" me decían las enfermeras. ¿Cómo podría caminar si ni siquiera podía incorporarme unos cuantos centímetros? Me resistí, no me moví. Una amiga que es doctora y que fue a visitarme me dijo que si no empezaba a caminar el dolor crecería. No entendía tremenda incoherencia. Pero el temor de que el dolor fuera más fuerte hizo que decidiera combatirlo. Saqué fuerzas y empecé a caminar. Si me hubieran visto, parecía una viejecita al recorrer los pasillos de la clínica.

Los senos me empezaron a doler también. No solo mientras lactaba el bebe, sino todo el tiempo. Se habían convertido en un par de piedras que no podía cargar. Si quería dormir de costado, sentía que uno de ellos se iba a desprender, era una sensación horrible. Pero pensaba que era normal. A los pocos días, me di cuenta de que no podía estar más equivocada porque me dio mastitis. Nadie me dijo que en realidad mis senos estaban congestionados, que el bebe no cogía bien y que debía sacarme la leche para evitar la obstrucción mamaria.

Y eso es solo la parte física. La parte emocional fue la más difícil de equilibrar. Afloró en mí un sentimiento que me parecía insólito, pero muy real: no quería ver al bebe. Lloraba porque no me quería sentir de esa manera, pero la sensación no se iba. Mi esposo supo darle en esos días el cariño y alegría a mi hijo que yo no pude. No sabía cuál era el destino final de ese camino tan duro que estaba recorriendo, pensaba que quizás nunca disfrutaría el ser mamá o que quizás tomaría mucho tiempo. Mi mamá me decía que todo iba a pasar, que pronto me sentiría mejor; pero lo único que yo pensaba era en cuándo terminaría esa tortura. Hasta que empecé a leer y conocer de amigas y de diferentes experiencias por internet que lo que yo sentía lo habían sentido también otras mamás. Que realmente pasaría, que después lo disfrutaría. Me costaba creerlo, pero al menos tenía la certeza de cuál sería el destino.

Poco a poco mi cuerpo se fue acomodando, las emociones se fueron equilibrando y poco a poco la felicidad fue develando su rostro. Cuando llegué al destino, sentí que había triunfado y que, a pesar de que fue duro, recibía un premio que podía finalmente disfrutarlo a plenitud.

miércoles, 1 de junio de 2011

Mi primer parto: un viaje rápido e inesperado

Ignacio llegó en un viaje corto, sin escalas, un 6 de diciembre hace ya cuatro años. Un viaje relámpago, que tomó por asalto mis ilusiones y expectativas sobre cómo sería mi primer parto.

Unos días antes de cumplir las 36 semanas, sentí unos fuertes dolores en el bajo vientre, me acuerdo que mi esposo estaba de viaje y los nervios fueron cómplices de mi malestar. Mi doctor decidió entonces que, mediante un monitoreo, revisáramos la situación. Tras ver los resultados regresé a casa, no sin antes recibir, como medida preventiva debido a que tenía un embarazo de riesgo, una inyección para asegurar el rápido desarrollo pulmonar del bebé.

Al cumplir las 36 semanas, acudí a mi control de rutina. El silencio y el largo tiempo que tomó el doctor en examinar las imágenes en el ecógrafo hicieron que mis nervios despertaran de nuevo. Temía por la interpretación que yo también podía observar (una va adquiriendo destreza en este menester a medida que avanzan los meses): había poco, casi nada, en realidad nada, de líquido amniótico. ¿Cómo podía haber pasado? Siempre había escuchado que cuando se "rompe la fuente" es imposible no notar la enorme cantidad de líquido que despide. Después, consultando mi memoria recordaba haber visto que, días atrás, mi orina parecía un poco espesa y espumosa, pero jamás imaginé que ese era el líquido que contenía al bebe.

El doctor nos indicó que el bebe debía nacer ese día. La noticia me cayó como un golpe y sentí un dolor profundo en el pecho. No estaba preparada para que sucediera tan rápido, el bebé era aún muy pequeño. Nos propuso dos alternativas: un parto natural seco en el que el bebe podía sufrir (solo pesaba 2 500 gr y tenía el cordón enredado) o una cesárea. ¿Cómo podía decidir por el tipo de parto que podría hacer sufrir al bebe? Me acuerdo que me invadió una tristeza honda, oscura. Me había preparado con tanta ilusión para un parto natural y nunca me había planteado la opción de una cesárea.

No hubo tiempo de siquiera ir a mi casa a bañarme, preparar el maletín, la música con la que quería recibir a mi primer hijo. Del consultorio me llevaron a que me realicen los exámenes de riesgo quirúrgico y prepararme para la cesárea. No me di mucho tiempo para pensar, para
sentir, el miedo me invadió por completo, nunca me habían operado de nada.

Ingresé a la sala de operaciones temblando. Tuve la suerte de que una enfermera muy dulce me tranquilizara con sus palabras y cariños. Me colocaron la epidural y felizmente no sentí dolor. Amarraron mis brazos de manera horizontal. Llamaron a mi esposo, él ingresó con una sonrisa gigante, como nunca antes había visto en él y cámara en mano. La anestesia, su llegada, el oxígeno, me tranquilizaron de a pocos. Experimenté la sensación de corte y todo pasó como una película en cámara rápida. Sentí un jalón y hasta emití un suave grito cuando sentí que sacaban a mi bebé.

Su llanto fue lo que me devolvió al instante la alegría. Tan solo repetía sin cesar "Quiero verlo, quiero verlo". Lo colocaron a mi lado, lo besé y él puso su manita sobre mi rostro. No puedo describir con palabras lo que sentí pero definitivamente era amor en su sentido más puro. Luego, nos fuimos, él a la sala de bebés y yo a la de recuperación en la que tuve que estar dos horas. Las primeras dos horas más largas de mi vida. Doy gracias que la anestesia me mantenía un poco fuera de la realidad en ese momento. Transcurrido ese tiempo, pudimos por fin estar juntos, conversar con la mirada y celebrar que desde ese día en adelante nos amaríamos de manera incondicional.