jueves, 3 de noviembre de 2011

Cuando los hijos se enferman

"¿Te acuerdas cuando te enfermabas de pequeño, y podías vivir de sopita de pollo y quedarte en cama y tener un pañito húmedo en tu frente, y todos te engrían? Ah, recuerdos."


Recuerdo el gesto de preocupación y el llanto contenido de mi madre cuando yo me enfermaba de pequeña, e inmediatamente recaigo en mi lista mental de "cosas por las que comprendo mejor a mi mamá". Porque, ¡qué duro es cuando nuestros hijos se enferman! Es un dolor que exprime el pecho y a veces nos deja sin aliento. Y debemos "llevar la procesión por dentro", como se dice, para no asustar a los pequeños.

De niña padecí de bronquitis asmatiforme y la agitada respiración y el sonoro pito me acompañaban como una canción de un disco rayado la mayor parte de las noches. Dormía sentada, muchas veces y, algunas, no lograba dormir. No me quedaba más que imaginar, por horas, historias con las imágenes que formaban las sombras en el techo y la pared. Durante el día mi madre me forraba con "polos" hechos de panty medias o chalecos de papel periódico, chompas, casacas, etc. No iba casi a los paseos escolares o a los cumpleaños; ella pensaba que podía darme "el aire" y empeorar mi condición. Recuerdo que resentía mucho el hecho que no me dejara salir o jugar más libremente, "hija, no corras tanto que vas a sudar mucho" era el estribillo constante todas las tardes. Y a pesar que hasta hoy pienso que quizá pecó de un poco exagerada, comprendo que lo hacía para cuidarme y, seguramente, para no pasar por el dolor que le producía verme enferma.

Es por ello que no me sorprendió los sentimientos que me produjo la primera vez que Ignacio, a los nueve meses, tuvo un broncoespasmo. La pediatra ya me había advertido que era muy probable que mi hijo desarrollara algún problema bronquial dada mi historia y la de mi esposo (quien sufrió de asma de niño). Escribí un post en mi antiguo blog en el que describía lo que sentía:

La bronquitis del alma

Porque con cada suspiro en que tu pecho se eleva para alcanzar el aire, se me ahoga el alma.

Porque en cada tosecita tuya se acelera mi respiración.

Porque me duele el pecho de tanto que trato de botar el dolor que siento por dentro,
aunque me silba el corazón palabras de aliento.

Sólo me queda confiar en que pronto te recuperarás para yo volver a respirar tu carita de niño sano, tu sonrisa y tus besos.

La angustia de ver a Ignacio con bronquitis duró hasta que cumplió dos años. Luego de ese tiempo, nunca más volvió a visitarlo. Y yo, pude respirar tranquila. Al parecer, sus sistema inmunológico desarrolló las defensas necesarias para bloquear el ingreso de ese mal a nuestras vidas.

Tuve mucho temor a que Gabriel, mi hijo menor, también sufriera de broncoespasmos. Esperaba con nervios a que lleguen los nueve meses para ver si ocurría lo mismo que con Ignacio. Pero, muchos meses antes de ello, mi bebé desarrolló otro tipo de condición: la dermatitis atópica. Y es que, como me explica la pediatra, lo que reacciona en Gabriel es la piel. Ver a mi hijo "brotado" con la carita de color tomate y la piel tan áspera como la de cocodrilo, no es "moco de pavo" tampoco, también es difícil, aunque pienso que es una situación más manejable, sin dejar de ser de cuidado. Asumir su "enfermedad" me tomó más serena, como si hubiera leído un libro por segunda vez, uno sobre el mismo tema, pero de diferente autor.

Sin duda lo que más miedo me genera son las fiebres, esas que suben hasta 39 grados centígrados, en las que un a los baña con agua tibia, les coloca pañitos, les da paracetamol, les pone ropa ligera y no ceden. Sí, sé que la fiebre es buena, es la forma en que el sistema se defiende, pero verlos con esa mirada perdida y cuerpo laxo, me derrumban emocionalmente. Y es cuando una tiene que ponerse la capa de "mujer maravilla" y buscar ese superpoder que nos dé la fuerza para no perder la tranquilidad y la sonrisa.